Los militares mexicanos acusados de la masacre de Tlatlaya podrían volver a la cárcel

 

Un magistrado deberá tener en cuenta las declaraciones de tres testigos que certificarían el asesinato de ocho civiles a manos de soldados, desestimadas hasta ahora.

 

A la sombra del caso Ayotzinapa, las ejecuciones de Tlatlaya, el primer gran escándalo del sexenio del presidente Enrique Peña Nieto, camina a paso de tortuga en los tribunales entre acusaciones de impunidad. Ahora, la decisión del tribunal de que se tomen en cuenta pruebas previamente descartadas podría dar un giro al caso y abre la puerta a que varios militares acusados de asesinar a civiles regresen a prisión.

 

El 30 de junio de 2014, un convoy militar asesinó presuntamente a entre 8 y 15 civiles, al parecer parte de un grupo de delincuentes que les había atacado previamente. Ocurrió en el municipio de Tlatlaya, en el Estado de México, a unas tres o cuatro horas de la capital. Las autoridades detuvieron a los militares y la Fiscalía les acusó de homicidio y alteración de la escena del crimen, entre otros delitos. Sin embargo, un magistrado los dejó libres por falta de pruebas. Ahora un tribunal superior ha ordenado al magistrado que tenga en cuenta las declaraciones de tres testigos que certificarían los asesinatos. El magistrado ya había apreciado sus testimonios, pero solo los que rindieron en primera instancia, obtenidos entre acusaciones de amenazas, malos tratos y tortura.

 

Las tres testigos son Clara Gómez, Patricia Campos y Cinthia Nava. Fue la primera, Clara Gómez, quien destapó el asunto. A meses de lo ocurrido en Tlatlaya, su testimonio reventó la versión oficial, que mantiene que 22 civiles habían muerto aquel día producto de un enfrentamiento con elementos del Ejército. Gómez dijo que el enfrentamiento había ocurrido, pero que los militares habían asesinado a los rendidos. A partir de su testimonio la oficina del defensor del pueblo y la fiscalía empezaron a investigar. La Comisión Nacional de los Derechos Humanos concluyó que entre 12 y 15 de los 22 fallecidos habían muerto asesinados arbitrariamente. La Fiscalía rebajó ese número a ocho.

 

El testimonio de Gómez desveló además que otras dos mujeres habían visto lo ocurrido. Eran Patricia Campos y Cinthia Nava. Desde el principio, medios afines al Gobierno, cercanos a la Secretaría de la Defensa, cuestionaron la presencia de las tres mujeres en el lugar del enfrentamiento, una bodega sin puertas a la vera de un camino rural. Las mujeres no fueron víctimas del fuego cruzado, estaban con el grupo que al parecer había agredido a los militares.

 

Desde el principio, Gómez dijo que había ido a buscar a su hija Erika, de 15 años, desaparecida desde hacía un par de meses. Un día antes de lo ocurrido, Gómez había sabido que Erika andaba con este supuesto grupo de delincuentes. Sin pensarlo demasiado se fue a buscarla. La encontró y los supuestos delincuentes la retuvieron. Con ellos estaban Campos y Nava. En la madrugada siguiente, las sorprendieron los disparos. Ellas, desde la bodega, vieron todo.

 

Aunque todo esto ocurrió en junio de 2014, no se supo hasta septiembre, semana y media antes de los sucesos de Iguala, en los que 43 estudiantes de la escuela normal de Ayotzinapa desaparecieron a manos de policías y delincuentes. El escándalo del ataque contra los 43 y el reguero continuo de detalles que fluyeron a los medios durante meses, hizo que el caso Tlatlaya no recibiera tanta atención.

 

A la menor repercusión del caso también contribuyó la percepción que se tenía de las víctimas. Si en un caso eran 43 estudiantes inocentes, en otro 22 delincuentes que habían atacado al Ejército. Ni siquiera las tres testigos, Gómez, Nava y Campos, gozaban de mejor estatus. De cualquier manera, nunca ha quedado claro quiénes eran los 22, ni si todos habrían formado parte del supuesto grupo delictivo. Varias familias de personas fallecidas en la matanza han defendido que sus hijos fueron secuestrados y obligados a trabajar para los delincuentes. Es el caso de dos hermanos, Marcos y Juan José Salgado Burgos, que murieron en la bodega. Ambos son parte del grupo de ocho víctimas de asesinato que considera la fiscalía.

 

Aunque el magistrado tiene hasta el 19 de julio para decidir el futuro de los militares, podría pedir prórrogas. En todo caso, la claridad de los testimonios de las tres mujeres ante la Fiscalía federal en octubre de 2014, en contraste con sus declaraciones iniciales, obtenidas en algunos casos bajo tortura el mismo 30 de junio ante la Fiscalía del Estado de México, indican que su decisión debería ser distinta. Por ejemplo, Clara Gómez, en su declaración del 7 de octubre de 2014, afirma: «Me doy cuenta que otro militar sale del interior de la caseta junto con una persona de las que se habían rendido, y lo lleva hacia donde estaba el militar de la lámpara, y le preguntaba de dónde era, su edad, su apodo y después los militares le disparan y yo escuchaba cómo se quejaban. Así sacaron a varias personas y les preguntaban lo mismo y al final les disparaban». A partir de estos testimonios, la fiscalía acusa de homicidio a tres de los ocho militares que participaron en el enfrentamiento. Al resto de encubrimiento.

 

Queda por ver además el papel de los mandos militares de la zona cuando ocurrió el enfrentamiento y los presuntos asesinatos. En 2015 los abogados de Gómez, que han batallado con la fiscalía estos años para obtener acceso parcial al expediente, encontraron un oficio militar del batallón al que pertenecían los soldados, un documento que ponía en duda, de nuevo, el relato oficial de lo ocurrido. Si la Secretaría de la Defensa narraba que había sido un enfrentamiento y los testimonios de las tres mujeres lo negaban, el oficio ponía en cuestión la estrategia del Ejército en el área. En el oficio aparecía una serie de directrices sobre cómo actuar en la zona, un corredor entre el Estado de México y Guerrero. Una afirmaba: «Las tropas deberán operar en la noche de forma masiva y en el día reducir la actividad, a fin de abatir delincuentes en horas de oscuridad».

Fuente: El País

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