Felipe Maruf Quintas*
A continuación presentamos un comentario del libro, A Economia Física do desenvolvimento nacional (La Economía Física del desarrollo nacional) escrito por el doctor Jonathan Tennenbaum, publicado en Brasil por la editorial Capax Dei en 2016.
La actualidad de la obra es más vigente porque es una contribución a la pregunta:
Cómo restablecer las economías nacionales, desbaratadas a partir del estallido de la pandemia del coronavirus.
La pandemia derribó la utopía de la globalización y de la idea subyacente de la irrupción de un gobierno mundial. El mundo post coronavirus será muy diferente. Pasada la tormenta, tras los meses de inactividad económica, las naciones tendrán que organizar los vasos sanguíneos de la producción y de la distribución de los bienes físicos,y las relaciones de solidaridad dentro de las sociedades, en el contexto de una gran movilización nacional que armonice los recursos humanos de empleados y desempleados, con las capacidades industriales y tecnológicas y las riquezas nacionales.
El predominio del liberalismo y del globalismo en la conducción política de las naciones y de los asuntos internacionales en los últimos 40 años, al menos en el hemisferio occidental, condujo a una serie de distorsiones acerca de cuáles deberían ser las tareas primordiales de los países. Conceptos como soberanía y economía nacionales, Estado nacional, progreso productivo y bien estar social fueron abandonados y hasta ridiculizados.
La regla ha sido ganar dinero lo más rápido posible y a cualquier costo. No importa la dilapidación y la alienación de los medios físicos de subsistencia y de producción de las naciones, construidos con el trabajo de generaciones, estos fueron transformados, súbitamente, en activos financieros embolsados por los especuladores. El precio arbitrario de los papeles de la bolsa de valores terminó por incluirse en la contabilidad de las riquezas de un país, en igual condición que el valor producido por el trabajo nacional, aunque tengan naturaleza y grado de importancia opuestos.
La práctica y la apología del privatismo, del libre mercado y de un mundo (supuestamente) sin fronteras corroyeron el tejido productivo de la red de infraestructura de muchos países, lo que los hizo vulnerables a choques y a crisis de todo tipo. También dinamitaron la idea de ciudadanía y crearon hordas de individualistas incapaces de pensar en el otro, dispuestas a sacrificar el alimento de sus hijos y la renta de su futura vejez por el último artículo de moda importado.
La crisis pandémico-financiera que asola el mundo demostró, súbita y cabalmente, la fragilidad y la perversidad de todo ese rosario de equívocos. Los efectos arrasadores del covid-19 hasta en países considerados ricos y las incertidumbres y aflicciones causadas por las medidas de aislamiento social generalizado, de duración imprevisible, echaron por tierra las ilusiones de que el liberal-globalismo sería el camino al Shangri-la.
De repente, todo aquello que se había combatido en las últimas cuatro décadas empieza a ser rehabilitado, pues las sociedades son instadas, por el miedo a la muerte producido por la pandemia, a entender que el ser humano no es el homo economicus, atomizado y consumista, sino un animal político, que pertenece a una Nación y que está vinculado a la ciudadanía garantizada por un Estado. Y, además, que es un ser concreto, cuya existencia está inscrita en una realidad material que él puede transformar intencionalmente con el trabajo, es decir, con la aplicación de energía, la que constituye toda la materia, y no en una dimensión virtual de valores incorpóreos y números puros expuestos en las bolsas de valores.
A pesar de que la prensa hegemónica y algunos plutócratas insistieron en que a partir de ahora el mundo entero tendrá que adaptarse a la fría y cruel austeridad de una “nueva normalidad” de menos empleos, de menos calidad de vida y de menos contactos personales, el imperativo de reconstrucción económica y social de los países está a la orden del día. Será inaceptable que se le lleve a grados inferiores de vida y de sociabilidad para mantener el domino de media docena de financistas, cuya forma improductiva y parasitaria de obtención de riquezas demostró ser inviable. La “nueva normalidad”, para que sea nueva, es decir, al servicio de las naciones y no del eje Wall Street-City, deberá ser de mayor abundancia y de posibilidades de engrandecimiento para todos.
Esto será posible tan sólo si viene acompañado de una reevaluación de los principios económicos y sociales que subyacen en la política que se ha practicado. La ciencia económica, tal como fue enseñada en las principales universidades occidentales en las últimas décadas, al automatizar la dimensión financiera y subordinar a ella la dimensión física y propiamente humana de la economía, se prestó a justificar la política de las grandes corporaciones financieras, en detrimentos de las naciones y de sus respectivos estados, así como formar cuadros políticos y burocráticos para atender los criterios financistas de acumulación de riquezas. Es urgente otra forma de abordar los problemas.
De ahí proviene la importancia del libro, La economía física del desarrollo nacional (Capax Dei, 2016) del matemático Jonathan Tennenbaum. Ese libro, publicado en portugués, es, con toda seguridad, uno de los más completos sobre la temática del desarrollo, pues aborda no sólo el lado de la oferta y de la acumulación de capitales, propio del sistema británico, del vienés liberal, financista y cosmopolita, sino desde el punto de vista innovador de la Economía física, fundamento del Sistema americano de economía política, de carácter proteccionista, industrialista y nacional. La importancia teórica e histórica de este último está muy bien explicado en el libro, Cartas de la economía nacional contra el libre comercio (Capax Dei, 2009), que reúne escritos seminales de clásicos como Alexander Hamilton, Friedrich List y Henry Carey.
La obra de Tennenbaum busca profundizar y actualizar los principios y las directrices preconizadas por esos autores a las condiciones del siglo XXI, tomado también como referencia las experiencias nacionales de progreso exitosas en el siglo XX, alineadas, en esencia, con las ideas propuestas por aquellos.
A diferencia de los puntos de vista convencionales de la ciencia económica, el centro de la Economía física no es el dinero, sino el ser humano, entendido como poseedor, al mismo tiempo, de calidad material y cognitiva, corpórea y simbólica. La Economía física no le concede ningún respeto al plan abstracto de los valores financieros ficticios, sino al plan concreto del medio material, social y civilizador que circunda a las personas y en el que ellas viven de hecho. El dinero debe servir a las sociedades nacionales y a la capacidad creadora del ser humano, y no lo contrario.
Al subordinar la dimensión financiera a la humana, la Economía física está imbuida de una antropología y de una ética estrechamente asociadas. La Economía física se funda en un concepto renacentista y prometeico del hombre, entendido como ser creador capaz de hacer descubrimientos científicos. Y precisamente porque no puede alcanzar la perfección, es impulsado al perfeccionamiento por la ampliación, virtualmente infinita, de su conocimiento de la naturaleza y de la posibilidad de transformarla según sus designios. La realización a escala creciente del potencial creador y transformador de la mente humana propicia, así, el mejoramiento deliberado de los ambientes donde discurre la vida de las personas, haciendo posible, a todos, la felicidad, la bienaventuranza y la ampliación del horizonte de expectativa.
La búsqueda del conocimiento y de la capacidad creadora, que son lo que diferencian la naturaleza del ser humano de los animales, son los factores elementales del progreso económico y social. La inagotable mente humana, principal recurso generador de riqueza, proporciona los medios para el descubrimiento de nuevas posibilidades de transformación de la materia y de movilización de energía, con el fin de propiciar mejores condiciones de vida y mayores oportunidades de mejoramiento económico y espiritual para un número cada vez mayor de personas.
No hay, entonces, contradicción entre el hombre y la naturaleza, como suponen muchos ambientalistas, pues, siendo el primero parte de la segunda, la voluntad de conocer y explorar el medio forma parte de la tendencia natural. “¡Nada más natural que el progreso humano!” proclama el autor.
El ser humano, para él, participa de la totalidad natural del Cosmos, permeado “por la armonía entre pasión y razón humana, entre conocimiento, alegría y belleza”, tal como lo entendía el naturalista alemán Alexander von Humboldt (1769-1858), gran influencia en Tennenbaum. La participación del hombre en el Cosmos, aplicada a la búsqueda por medio del conocimiento de esa armonía, se da al mismo tiempo en el individuo y en la especia, es decir, se completa cuando ese conocimiento se construye colectivamente.
La Economía física se funda, por consiguiente, en la visión cooperadora de los procesos económicos, teniendo a la nación soberana de eje de solidaridad y al Estado nacional como coordinador supremo de los esfuerzos comunes. La economía nacional, vista como un organismo vivo y que tiende a reproducirse y a aumentar, sólo puede funcionar al existir la solidaridad entre diversos órganos y funciones encadenados temporalmente, de ahí que sea incompatible con el individualismo liberal. El potencial creador humano no ocurre ex nihilo, sino que surge del compartir inter e intrageneracional experiencias y prácticas en un proceso acumulativo de aprendizaje mantenido por la memoria colectiva, trasmitido por medio de la educación y de la cultura.
De aquí se desprende la importancia, señalada por Wilhelm von Humboldt (1767-1835) y rescatada por Tennenbaum , del compromiso del mayor número posible de personas con la investigación científica y de brote del potencial creador de toda esa comunidad, Eso puede ocurrir, según von Humboldt, por la construcción de un sistema de educación público consagrado al máximo desarrollo de la personalidad, para lo cual es indispensable “no la ciencia en sí, sino el estudio de las lenguas y de la cultura clásica –en especial de la antigua Grecia”. La reforma educativa de von Humboldt de Alemania en 1808 fue el factor crucial para el amplio desarrollo experimentado por ese país desde entonces, y también influenció, con mucho éxito, a otros sistemas educativos europeos, así como a los sistemas japonés y norteamericano.
La Economía física, al concebir al ser humano en su totalidad, se distancia de la perspectiva utilitaria hedonista que predomina en la ciencia económica, cuyo primado de la maximización de los intereses privados en régimen de libre competencia, al reducir a los seres humanos a agentes económicos egoístas y circunscritos al corto plazo, ignora la capacidad inventiva y transformadora de la que ellos disponen como miembros de una colectividad nacional construida a lo largo de la historia y heredera de los grandes progresos en los más variados campos del conocimiento. Esta perspectiva, que encuentra en el maltusianismo una de sus expresiones más acentuadas, delimita el radio de acción humana a un equilibrio estático y lineal de los factores físicos, que hacen natural la escasez, consecuencia lógica e inevitable del ansia posesiva en un medio inerte.
Por el contrario, la Economía física, amparada en las evidencias históricas de las sucesivas revoluciones industriales y técnicas, propugna que la escasez no es un hecho natural, sino un accidente superable con la aplicación de las facultades creadoras para traspasar los límites naturales de la existencia humana, a modo de crear la abundancia para todos por medio de la ciencia y de la técnica. La escasez es evitable, pues el principal recurso productivo a la disposición de la humanidad no es el dinero, finito por definición, sino la mente humana, inagotable en su capacidad creadora de formas superiores y más complejas de producción y de organización material.
En el plano de las naciones, la facultad creadora se manifiesta en la forma del progreso, entendido no como acumulación de capital, sino como “proceso de transformación cualitativa de la estructura de la economía, asociado con avances del conocimiento humano y de la asimilación de esos avances en la forma de mejoras de la organización de la actividad económica”, para elevar “la capacidad de que una población creciente se mantenga por medio de su actividad económica a un ritmo creciente de existencia en términos materiales y cognoscitiva “.
El progreso es, por lo tanto, no lineal, pues está encaminado por avances científicos tecnológicos que elevan la altura de la capacidad productiva y creadora humanas, con lo que se abren las puertas a mejoras futuras que, antes, ni siquiera se podían vislumbrar. Así que no existe el “equilibrio”, como pretenden, por ejemplo, los maltusianos y los economistas neoclásicos, sino el constante desequilibrio, donde el progreso modifica de manera irreversible las bases y los términos de actuación y de subsistencia de los grupos sociales sin alcanzar jamás un punto final dada la infinitud del universo por conocer y modificar.
El progreso se diferencia, de ese modo, del simple crecimiento, pues significa una transformación cualitativa del arsenal material y cognoscitivo de las naciones. Sin embargo, también arrastra el crecimiento físico en el sentido de “el aumento en la escala física y en la intensidad de la actividad humana, que se refleja en los flujos de material y de energía per cápita y por kilómetro de tierra habitada, y en el aumento gradual de la población total”.
El crecimiento de la infraestructura física elemental –transporte, energía, comunicaciones, agua, habitación y salubridad-, que “desempeña en el organismo económico un papel análogo al de los vasos sanguíneos y capilares, a los sistemas linfático y nervioso del cuerpo humano “y de la producción autóctona de máquinas herramienta, “corazón del sector de bienes de inversión” , es la palanca del desarrollo físico de cualquier país. El éxito en esos dos ramos engendra efectos multiplicadores que proliferan oportunidades de inversión para empresarios y de ascenso socioeconómico de trabajadores y de la clase media, mientras que el fracaso en ellos condena a los países a la frustración de sus ambiciones de progreso.
El progreso y el crecimiento físico están, por lo tanto, fuertemente vinculados, de forma que multiplican los medios de subsistencia y de engrandecimiento de un número mayor de personas, que es posible por el engrandecimiento de la capacidad productiva de la nación. Cantidad y calidad se potencializan recíprocamente en una espiral infinitamente ascendente. No hay límites absolutos ni para el progreso ni para el crecimiento, tan sólo límites relativos, inscritos en la finitud de cada estadio de conocimiento y de técnica, que pueden ser superados conforme a las posibilidades generadas en el proceso interminable de evolución de la capacidad creadora y de inventiva humana.
Para que ocurran el progreso y el crecimiento físico de las naciones es necesario que cada comunidad nacional tenga plena soberanía sobre sus recursos físicos y humanos, a fin de que puedan utilizarse e incrementarse de forma endógena. La historia moderna demuestra que sólo las naciones soberanas pudieron y pueden sostener procesos continuos de progreso y constituir estructuras productivas capaces de mantener, de forma creciente, un número mayor de personas en su territorio. La falta de soberanía lleva a la explotación colonial o neocolonial de un país por otro condenado al primero a un estado crónico de subyugación y escasez, ya que sus recursos atienden a intereses y demandas externas, no a los suyos propios.
La institución central de toda nación soberana es el Estado nacional fuerte y vigoroso, capaz de ejercer su función de regulador y coordinador supremo de la nacionalidad. Tan sólo el Estado es capaz de dotar a un país de un cuadro político-administrativo eficaz para atender sus propósitos auténticos –como el del progreso, expresión colectiva de la facultad creadora humana –y para equilibrar las distintas fuerzas sociales internas en el núcleo de un proyecto y de una estrategia nacional.
Sólo el Estado, como representación institucional de la nación, posee cualidades directivas de largo plazo capaces de crear los cimientos físicos de la economía y de preservar el orden público. Ninguna nación moderna, contrario a lo que propugna el liberalismo, se industrializó y se hizo socialmente armoniosa sin la presencia y la intervención estratégica del Estado en sus respectivos procesos económicos. El sector privado, por su necesidad inmediata de obtener ganancias a corto plazo, es incapaz de alcanzar por cuenta propia el grado de coordinación macroscópica necesaria para el progreso. Por el contrario, lo que se da en llamar “fuerzas del mercado”, dejadas a su capricho, impiden que las sociedades se organicen, en particular en momentos críticos, y producen el caos, como la crisis pandémico-financiera de 2020 demuestra con toda claridad.
Compete entonces al poder público organizar la economía nacional en su parte macro para que, por ejemplo, las oportunidades de ganancias pecuniarias con actividades empresariales en la parte micro estén en el ámbito de la industria y del progreso científico y técnico, y no en el de la especulación y del agio. El Estado es el único que puede establecer directrices y funcionalidades estimulantes al aumento de la complejidad productiva y al florecimiento de un empresariado dinámico y moderno. Todo progreso, más que económico, es eminentemente político, pues se delimita en el espectro de una nación y se planea por su respectivo Estado.
El autor demuestra en varios pasajes del libro, usando de ejemplos a algunos de los principales países del mundo como Estados Unidos, Alemania, Francia, Japón, Rusia y China, analizados en los capítulos 15 y 16, que el progreso necesita el protagonismo del Estado en la creación y en la administración de la infraestructura, en la planeación del comercio exterior para proteger las industrias nacionales y evitar la pérdida de divisas, en la creación de demanda para las empresas locales por medio de compras gubernamentales, en la emisión de monopolista de dinero para financiar la economía real, en la regulación del crédito y de las demás actividades financieras que sirvan lo máximo posible a la producción y al bienestar social, en la dirección y en el incentivo de las investigaciones más modernas para la creación de nuevas técnicas, en la formación de cuadros profesionales y científicos de excelencia, aptos para ingresar o permanecer en una estructura ocupacional cada vez más compleja y dinámica, y en el establecimiento de redes públicas de seguridad social, necesarias para el aumento de la calidad de vida y para la preservación del orden y de la cohesión nacionales.
La Economía física, en este sentido, se centra en aspectos estructurales y estratégicos como ciencia, técnica, infraestructura, educación y cultura, coordinados y movilizado por los estados de países soberanos y no en aspectos circunstanciales y tácticos como la oferta, la demanda y los precios. La consagración a los factores concretos de las naciones, instituidos por el trabajo humano en el aumento de los medios materiales y cognoscitivos de intervención en la naturaleza, y, por lo tanto, por la aplicación más elaborada de la energía para mejorar las formas de existencia social, hace necesaria la modificación de los criterios de medición económica, para hacerlos compatibles con la realidad física de cada país.
Sobre el PIB, la forma convencional de medir la riqueza de las naciones, el autor nos señala que, no se ajusta a lo que se propone, pues establece como patrón de riqueza el dinero y no el trabajo material e intelectual cuyo desarrollo aumenta el flujo de energía utilizada por la población y propicia mejores condiciones de vida a todos. Es posible que haya un aumento del PIB sin progreso real, como, por ejemplo, cuando se trata de burbujas especulativas, que crean valores monetarios sin realidad física. Cuando se encuadra la economía real en el patrón financiero del PIB se induce al equívoco de considerar la acumulación de dinero como un fin en sí mismo, con lo que se justifica, así, el sacrificio del patrimonio físico y humano de los países en el altar profano de la ‘financierización’ y del neoliberalismo, como se ve en la mayor parte del hemisferio occidental en las últimas cuatro décadas.
En contrario, la Economía física propone calcular el desempeño económico de las naciones por medio de dos medidas principales fuertemente vinculadas: primero, el potencial relativo de densidad demográfica , es decir, “la máxima población de seres humanos que se podría mantener potencialmente en un territorio, con un grado determinado de conocimiento, tecnología y técnicas incorporadas en la práctica de esa economía dada –o su grado de desarrollo- con el uso de tan sólo los recursos utilizados en dicho territorio”, cuantificada en habitantes/km2, y la otra, la densidad de potencia creciente de la técnica, es decir, la cantidad de energía que fluye, por el trabajo, en un área determinada (W/cm2 ó J/[s x cm2], consonante con el estado tecnológico disponible. Cuanto mayor sea ese estado, es decir, cuanto mayor sea la eficiencia energética, se puede hacer más trabajo en un área menor, se puede generar más riqueza con economía de espacio y, por lo tanto, mayor capacidad de sustentar una población creciente en determinado territorio.
Tal propuesta de medición del progreso, profundiza y elabora la observación original hecha por el gran filósofo brasileño Álvaro Vieira Pinto (1909-1978) que, en su libro póstumo La sociología de los países subdesarrollados (2005), escribió:
“Diríamos, además, que tan arbitrario como este índice impresionista (PIB) inventado por los economistas al servicio del capital, sería (mejor) medir el volumen total del esfuerzo productivo nacional en unidades que, en física, expresan trabajo en erds, joules o kilográmetros. Porque en la producción de cualquier objeto, tanto en la actividad humana, muscular o mental, como en la realización de maquinismos de cualquier especie, la energía aplicada, sin la cual no habría producción, admite medirse por la conversión en una cantidad de energía mecánica. Si así es, se debería llamar a los físicos, y excluir a los economistas, para definir el PIB. Tal medida tendría por lo menos fundamentos objetivos, escaparía a las conversiones del mercado y daría, en la imaginaria suposición de ser viable, un indicio total aplicado por el país en el trabajo humano y maquinal”. ¿Habrá tenido acceso Tennenbaum a esta reflexión, que, a pesar de haber sido hecha por un brasileño, es ampliamente desconocida por el público y hasta de muchos especialistas de nuestro país?
En conclusión. Se puede decir que el punto de vista de la Economía física re-coloca en el centro del análisis económico la dimensión material y cognoscitiva y, por lo tanto, humana, obnubilada por el énfasis monetarista adoptado por la ciencia económica. La primacía de los factores físicos, en primer lugar la vida, sobre los financieros restablece, en forma teórica y programática, la materialidad económica verificada empíricamente, así como la realidad política de todo progreso.
El libro de Tennenbaum expresa, así, el verdadero antídoto para la falsedad de la doctrina liberal y globalista. Esta, al hacer la apología del Estado mínimo o del Estado inexistente y defender la “internacionalización” de los territorios y de los gobiernos, priva a los países de los instrumentos necesarios para su progreso y los convierte en rehenes de poderosas oligarquías financieras cuya forma de adquisición de riqueza confronta y restringe la atención de las demandas y de las aspiraciones de las personas comunes, lo que impide su felicidad.
El libro constituye una lectura obligatoria para políticos, empresarios, académicos y demás interesados en que la edificación de una nación soberana, próspera y generosa pueda sobrevivir de las ruinas del liberalismo y del globalismo. Los preceptos y caminos señalados por el autor son los que realmente pueden llevar a los países y a la humanidad a una “nueva normalidad” real, donde la economía física del progreso nacional hará al ser humano prevalecer sobre el dinero, a las naciones sobre las finanzas y a la abundancia sobre la escasez.