Por Jonathan Tennenbaum Movimiento de Solidaridad e Iberoamericana (MSIA)
Bajo el impacto de múltiples crisis, estamos presenciando el retroceso de “megatendencias” en la economía y en la política mundial, que eran consideradas virtualmente permanentes hasta hace pocos años. Tal vez la más importante sea la del debilitamiento y el creciente rechazo del principio de la soberanía nacional en las relaciones internacionales.
A partir de los años noventa del siglo pasado, se volvió cada vez más común entre los círculos políticos, entre las organizaciones multilaterales y entre los especialistas académicos proclamar que la era de los estados nacionales soberanos -el sistema de Westfalia- había llegado a su fin. Se presentaba una variedad de argumentos para justificar el supuestamente inevitable “fallecimiento” del Estado nacional soberano.
Uno de ellos era el de que las economías nacionales habían dejado existir de hecho en la actual era de la globalización de las finanzas y del comercio y del advenimiento de las cadenas de producción globales. Las naciones se habían convertido en meros territorios dentro de una economía mundial única interconectada. El control de los asuntos económicos y financieros había pasado de manos de los gobiernos a las instituciones internacionales y a las corporaciones multinacionales. Por consiguiente, las naciones habían perdido un elemento fundamental de la soberanía.
Otro argumento influyente era que la existencia de los estados nacionales soberanos llevaba, inevitablemente, a conflictos y guerras incesantes. Los dictadores pueden usar la soberanía nacional como un instrumento de manutención del poder y para perpetrar crímenes sin recelo de interferencias.
Se afirmaba que el poder destructivo de los armamentos modernos -entre ellos las armas nucleares- creció al punto de que las grandes guerras se deben evitar a toda costa. La soberanía nacional se debe sacrificar en nombre de la seguridad mundial. La historia de Europa, desde el Tratado de Westfalia de 1648 hasta las dos guerras mundiales del siglo XX, se mencionaba como prueba.
Lo cierto es que la experiencia histórica tuvo un papel decisivo en el proceso que condujo a la formación de la Unión Europea (UE), en particular. Pero, desde el principio de él, se ha manifestado una tensión constante entre dos ideas de Europa: la de una asociación voluntaria de naciones soberanas y la de un Estado Federal con un gobierno central fuerte, una especie de “Estados Unidos de Europa,” al que las naciones participantes cediesen la mayor parte de su soberanía.
Hasta hace poco, la política prevaleciente se colocaba claramente en la segunda dirección, con grandes pasos rumbo a la: 1) eliminación de los controles de fronteras, en favor de una flujo no controlado de personas y de bienes entre las naciones miembros; 2) eliminación de las monedas nacionales (en la mayoría de los miembros del bloque), en favor de una moneda europea única, el euro
3) El establecimiento de un Banco Central Europeo; 4) una creciente transferencia de los poderes legislativos, de los parlamentos nacionales hacia el Parlamento Europeo; 5) una creciente transferencia de poderes ejecutivos hacia la Comisión Europea, en Bruselas.
Antes de la crisis actual, la UE parecía un modelo exitoso de la nueva era “post westafaliana.” Sin embargo, poderosas fuerzas políticas están emergiendo súbitamente en varias partes del mundo -inclusive de forma notable en Europa- que exigen explícitamente que sus gobiernos reafirmen las soberanías respectivas sobre las fronteras nacionales, el control de sus economías, finanzas y jurisdicciones legales, y que pongan fin a las interferencias externas en los asuntos nacionales.
Aunque este fenómeno se asocie con frecuencia a la creciente popularidad de políticos de extrema derecha, tiene una lógica más profunda. Bajo condiciones de crisis grave, la autoridad y las capacidades de las instituciones supranacionales y los acuerdos multilaterales tienden a debilitarse, y los gobiernos de las naciones soberanas se convierten en las únicas entidades capaces de actuar de una forma efectiva.
Este hecho está siendo demostrado en este momento por la tendencia creciente de la ruptura de la Unión Europea, bajo el impacto combinado de la crisis de los refugiados y del agravamiento de las crisis económicas y financieras de Grecia y de otros miembros del bloque. Enfrentadas a la evidente incapacidad de las instituciones de la UE para responder con efectividad a tales conflictos, las naciones miembro están regresando cada vez más a políticas nacionales independientes, llegando al extremo de actuar en violación de las decisiones multilaterales de Bruselas.
En este marco, el ya cercano referendo de Gran Bretaña adquiere un interés particularmente relevante. En ese país, los defensores de la salida del país de la UE -que se encuentran en los extremos del espectro político- colocaron en el centro de sus campañas el objetivo de restaurar la soberanía nacional.
Cualquiera que sea el resultado del referendo, la fuerza del movimiento anti UE es coherente con la política permanente de la “élite interior” del Reino Unido, de maniobrar en todos los lados al mismo tiempo y explotar la crisis internacional para fortalecer la influencia británica en el mundo. Para los devotos de la tradición británica de potencia mundial, la integración a la UE siempre fue más una cuestión de táctica que de principio.
Por otro lado, el presidente ruso, Vladimir Putin, se ha convertido en un héroe entre los nacionalistas de todo el mundo, incluso de Estados Unidos, debido a su actitud firme contra la “corrección política” liberal, al afirmar con orgullo el papel independiente de Rusia en los asuntos mundiales y al exigir el retorno al principio de la soberanía nacional en las relaciones internacionales.
Putin pone el énfasis en que Estados Unidos siempre ha defendido su propia condición de Estado nacional soberano, sin tolerar dictámenes externos y nunca ha titubeado en poner sus intereses de seguridad por encima del Derecho Internacional. ¿Por qué Rusia, China, India, México, Brasil y otras naciones no tienen los mismos derechos, de acuerdo con la máxima “haga lo que hacen los estadounidenses, no lo que dicen”?
En la arena internacional, Putin argumenta de forma bastante efectiva que la política estadounidense de “cambiar de régimen,” en violación de las soberanías nacionales, es responsable de la desastrosa situación de Libia, de Irak, de Afganistán, de Siria y de varios países más. Es un hecho que una de las primeras víctimas de la “era post westfaliana” fue el principio de no intervención en los asuntos de los estados soberano, garantizada por la Carta de las Naciones Unidas de 1945 y que, hasta ahora, ha sido uno de los pilares del Derecho Internacional.
Desde la década de los años noventa del siglo pasado, en el marco de una larga serie de intervenciones militares, Estados Unidos y un número creciente de otras naciones han pasado de largo el principio de la no intervención, muchas veces sin tomarse la molestia de mencionarlo. Al mismo tiempo, se ha manifestado un poderoso impulso para eliminar la no intervención como norma de las relaciones internacionales. Esto se observa de forma más concreta desde 2001, con la promoción de la llamada “Responsabilidad de proteger” (sintetizada en la siglas en inglés de “R2P”), en el ámbito de Naciones Unidas y en las relaciones exteriores de varias potencias. De acuerdo con el principio de “R2P”, la soberanía no sería ya un derecho inherente de una nación, sino que debe ser “merecida” por su gobierno. Si un gobierno no garantiza la seguridad y el bienestar (la “seguridad humana”) de su población, entonces, “la comunidad internacional” no sólo tiene el permiso, sino la obligación de intervenir con fuerzas militar, si fuese necesario.
En contraste, la Carta de las Naciones Unidas determina que “todos los miembros se deben abstener, en sus relaciones internacionales, de la amenaza del uso de la fuerza contra la integridad territorial o la independencia política de cualquier Estado.” La Carta de las Naciones Unidas otorga al Consejo de Seguridad el derecho de autorizar intervenciones militares, pero esto se limita al caso de agresión y de otras amenazas a la seguridad internacional.
La restauración del principio de la soberanía, como es natural, está lejos de ser una panacea para los problemas mundiales. Los gobiernos soberanos también pueden causar desastres todavía peores, como enseña la Historia. En este aspecto, el ascenso del extremismo retrograda puede ser muy peligroso.
La restauración de los estados nacionales soberanos debe caminar a la par de políticas y programas que materialicen los intereses comunes de todas las naciones, en un escenario de paz y de progreso. De otra forma, el mundo terminara de hundirse en una era de ausencia de leyes, caos y guerras.