Emmanuel Macron, presidente francés, ha aceptado la invitación de su homólogo estadounidense, Donald Trump, para asistir a la Casa Blanca entre el 23 y el 25 de abril próximos. Será la primera visita de Estado que acoge Washington en la era Trump y también un nuevo capítulo de una relación tan fluida como tempestuosa. La de dos antagonistas que, pese estar enfrentados en puntos fundamentales de la agenda global, han podido establecer un vínculo del que ambos obtienen beneficio: a Trump le proporciona la pátina de estadista de la que carece, y a Macron le confirma su liderazgo europeo.
La fricción es una fuente de energía. Imposible dudarlo viendo la amistad entre Trump y Macron. No es sólo que discrepen sobre el cambio climático, la capitalidad de Jerusalén o el acuerdo nuclear con Irán. Es que proceden de universos distintos. Macron es moderado en su expresión y multilateral en el pensamiento. Un político culto y profundamente europeísta que busca el entendimiento antes que el cuerpo a cuerpo y cuya victoria en mayo pasado, se interpretó como la refutación de lo que había supuesto unos meses antes la del republicano en EE UU.
Trump ocupa la cancha contraria. Competitivo y despiadado, el multimillonario neoyorquino, de 71 años, nunca ha dejado de mirarse al espejo. Hacer dinero, triunfar en la televisión, ganar las elecciones forman parte de un mismo plan: demostrarle al mundo que es el mejor y que América, bajo su mando, no necesita de nadie para triunfar.
Con estos antecedentes, la relación entre los dos mandatarios debía estar condenada al fracaso. Ya le ocurrió a la canciller alemana, Angela Merkel, y a la primera ministra británica, Theresa May. Pero con Macron, de 40 años, se ha generado una extraña simbiosis.
Los dos han advertido en su antagonista una oportunidad para tallar su propia figura. Para Trump, el jefe de Estado francés, aparte de haberle impresionado con sus desfiles militares, representa un aliado cuyas críticas no le afectan electoralmente, con quien no tiene ninguna pelea directa y que le permite mostrarse ante los suyos como un estadista mundial.
Para Macron, ser el invitado de la primera visita de Estado de la presidencia de Trump, subraya el liderazgo europeo y global que ha intentado asumir desde que ganó las elecciones en mayo de 2017. En las discusiones sobre el futuro de la UE, en Oriente Próximo o en las relaciones con Rusia, Macron ha ocupado el puesto de líder de facto de la Unión Europea. La visita de Estado, basada según el comunicado del Elíseo tanto en la “fuerza de las relaciones” entre ambos como en la “amistad histórica” que une a las dos naciones, le confirma como interlocutor privilegiado del presidente de Estados Unidos. Y pone de relieve el papel de Francia como potencia capaz de medirse con las potencias mundiales en la tradición de los presidentes De Gaulle y Mitterrand, de la que Macron se siente continuador.
Este beneficio mutuo ha derivado en una relación compleja. Es imposible no advertir el abismo político que les separa, pero también una rivalidad que es bienvenida por ambos. Esta química particular ha alumbrado imágenes únicas como el largo e intenso apretón de manos con el que Macron sorprendió a Trump en la cumbre de la OTAN de mayo y que fue interpretado como un respetuoso signo de independencia ante el avasallador presidente de EE UU. Gesto al que Trump, en su visita oficial a París, con ocasión del gran desfile del 14 de julio, respondió con otro apretón aún más largo y desafiante. Una amistad extraña, pero que, de momento, funciona.