Marco Antonio Escobedo
Don Artemio era un hombre de 50 años, simpático y bonachón. Era el boticario del pueblo, en Tepeji del Río, Hidalgo. La gente lo quería y lo consideraba un buen hombre. No obstante, había quien le temía porque aseguraban se dedicaba a las artes oscuras, incluso, se decía que durante algunas noches de luna llena, hacía invocaciones satánicas. Y que entonces se convertía en un feroz perro, que gustaba devorar a los niños del pueblo.
Eran los años treinta del siglo XX y Lupita Martínez, entonces una niña de 9 años, tuvo una terrible experiencia con el nagual. A sus 83 años, narra esta anécdota a diarionoticiasweb.com: “Yo estudiaba el segundo año de primaria en la escuela del pueblo, lo que ahora es la presidencia municipal. Fui una niña que sufrí bullying, por lo que prefería irme de pinta que acudir a clases”.
“En la primavera solía meterme a las huertas de frutos de los vecinos; me trepaba a los árboles de aguacates, capulines, tejocotes y duraznos, los recolectaba y metía en mi mochila de jerga de color blanco con rayas azules y rojas”, narra.
HORA DE REGRESAR A CASA
Cuando empezaba a ver a los niños salir de la escuela, Lupita sabía que era la hora de regresar a casa. Durante semanas, ella se fue de pinta, hasta que un día -recuerda-, “un pequeño y simpático perro de color pardo comenzó a seguirla y juguetear con ella. Le movía la cola y le acercaba su cabeza a sus manos para que lo acriciara”.
Camino a su casa, Lupita, pese a su ingenuidad, notó que el perro iba creciendo de tamaño y que oscurecía su color, y notó que los ojos del can eran rojos, como el fuego.
“Arrecié el paso y el perro empezó a impedirme caminar, intenté correr y empezó a morderme la falda para detener mi camino. Cuando observé, el can me buscaba llevar hacia un barranco. El mismo lugar durante los últimos años habían encontrado restos de varios niños, devorados por perros”.
“Yo luchaba por zafarme del animal, pero éste crecía cada vez más y del color pardo de un principio ahora era negro azabache y había, por lo menos, triplicado su tamaño”.
BOTICARIO TENÍA DOS ROZONES DE BALA
“Ha pasado tanto tiempo -dice Lupita- y aún me causa terror recordar esos ojos que emanaban fuego y la risa burlona de ese infernal animal. Como pude llegué a casa y empecé a gritar. Salieron mis cinco hermanos mayores y mis abuelitos y al ver que el perro me agredía, empezaron a apalearlo. Mi abuelita le arrojó agua bendita y el animal ahuyó pero no cedía en su intento de arrastrarme”.
“Mi abuelito sacó su carabina y le hizo dos disparos al can, uno le rozó la espalda y otro le lastimó una pata. El animal salió herido, huyendo del lugar”.
Después de ello, no se volvió a ver al perro. A la gente le extrañó que el boticario no abriera durante varios días su negocio. La curiosidad hizo que varios vecinas fueran a buscarlo y lo encontraron en cama, con dos heridas: un rozón en la espalda y una herida de bala en el pie derecho.
Dieron aviso al cura del pueblo, cuando fue a ver al hombre, éste había desaparecido.