La Feria del Libro del Zócalo: el lugar de los muchos Méxicos

 

Existe un posible riesgo en las ferias del libro: convertirse en un homenaje al libro pero no a su lectura. Frecuentemente, ya sea en el centro de la metrópoli o en los estados del país, las autoridades culturales en turno, cada vez más aspiran a allegarse de algunos libros, un salpimentado de actividades paralelas, y públicos acarreados por celebridades tangenciales, y poco se preocupan de convertir a una población determinada, progresivamente, en lectores.

En cuanto a las ferias mayúsculas, su bastedad de libros es evidente. Llaman a la industria del libro contundentemente. ¿Que un lector entre semejante oferta, laberintos y laberintos de títulos se sienta perdido es cosa de competencias? Tal vez. Pienso en los niños llevados desde el colegio, en visitas más o menos guiadas, que no tendrán nada fácil el cómo decidirse a llevarse algo. Ni ellos ni sus madres. “Los de a pie”, les llaman algunos. “Públicos abiertos”, otros.

Pero es verdad que ni los que se jactan de bibliófilos, los que presumen de su gran olfato, encuentran un libro que en verdad les guste en esos hangares o recintos feriales que huelen a alfombras nuevas, estanterías recién pintadas, plástico recalentado bajo las luces cegadoras. ¿Será que tal escenario les parezca a los menos avezados, los más ignorantes de cómo mover el cuerpo en esos espacios una cosa demasiado opulenta, lejana, poco habitable? ¿Les parecerá gigantesco a la vez que abrumador? Para muchos pudiera ser. Es apabullante. Se requerirían días para recorrer esos aeropuertos, bodegones monstruosos de libros. Por cierto, ¿todos esos serán libros al dente, novedades, libros vivos? ¿O muertos vivientes, sobrantes, relleno como pacas de paja? A saber.

Y bueno, no se diga mucho de sus actividades, que se suceden vertiginosamente. Una tras otra, una tras otra, robóticamente. Recuerdo una sucesión de presentaciones a intervalos de media hora. Sonaba una chicharra y se venía la siguiente. A los presentadores nos enviaban un mensaje escrito: “Le quedan 5 minutos”. Sin tocar el tema de los invitados. A nadie se miente diciendo que, año tras año, los programas oficiales de las ferias del libro estatales, las más importantes, presentan siempre los mismos nombres. Ver un índice es ver todos. Estrechez de miras, hemofilias. Habría que orear intelectualmente a las instituciones. Existen centenares de otras voces. Mal entendidas esas ferias son más máquinas de hacer lectores con machote, línea de libros en la película de “Metrópoli”.

Digamos que cuando una feria se torna en puro mercado, cuando conglomera todo menos que fomentos de la lectura, cuando no se trabaja con base en una poética de la ensoñación, cuando se convierte en mera industria para la compraventa de objetos, engulle y sofoca las maneras y los tiempos naturales de cualquier enamoramiento. En este caso la del humano a preguntarse sobre sí mismo. El enamoramiento del lector por descubrirse en el mundo, viajar con el libro dela mano al centro de su tierra. Recuerdo una estampa, entre cómica y dolorosa: un autor, displicente, firma un libro a un lector, a las andadas, sin siquiera verlo a la cara. Eso: en algunos de sus linderos hay en las ferias desorientadas pura extravagancia, se pudre la idea del escritor como copia venida a menos del rock star, se premia la pura cosa la más dudosa fama. Infamante, en todo caso que sería.

En cuanto al otro extremo, el de las ferias pequeñas, las cosas son ciertamente tristes, por no decir muy pobres. Porque no escasos libros y menos lectores. Y no necesariamente tiene esto que ver con las arcas con las que se levantan. Hay siempre una figura central, pagada bien, varios escritores sin honorarios, y sendas mantas que anuncian el numerito. Pautas en la televisión y la radio local y algo más, salpicado todo de oportunismo político y por ello infestado de pandillas burócratas. Sus ralas actividades se realizan torpemente, a cuenta gotas, en donde brillan más los talentos musicales involucrados como amenidad. Y casi siempre en el ánimo de palomear un interés oculto que un servicio cultural de primer orden.

En cuanto al otro extremo, el de las ferias pequeñas, las cosas son ciertamente tristes, por no decir muy pobres.

Se desperdiga el esfuerzo, pues, en tendejones improvisados, no se construye nada a mediano o largo plazo. Nunca educativamente hablando. ¿Cuánto presupuesto en verdad se han “gastado” tales ferias en relación a lo que efectivamente se invirtió en ellas? ¿Son muchas de ellas sólo maneras de “recortar” presupuesto? Ya lo creo. Se trata del simulacro de la educación, la mezcla en un mismo plato del circo con el pan y su resultado es francamente desolador: son todo menos ferias, nada de nacionales y menos internacionales, y tienen mucho menos que ver con la sensibilización artística de los ciudadanos que con la artesanía promiscua, las fritangas, los bares y conciertos al aire libre para hacer la fiesta.

Y es por esto que la Feria Internacional del Libro del Zócalo representa una de las grandes ferias del patrimonio nacional. Porque aunque obligadamente abone, qué hacer, al centralismo tan acendrado, toma con fuerza tal posición de centro, de epicentro cultural. Por natural. Sin ataviarse de pasillos alfombrados, estanterías de diseño, vamos, en los más de los casos rotos sus entarimados físicos y metafóricos, es posible verse ahí, durante al menos 10 días, fundidos a autores y lectores con el pretexto de una obra.

ANTONIO CALERA-GROBET
Ahí llegan justo y a tiempo, con cierta ansiedad y júbilo, los infectados de curiosidad. Por todos los medios: por avión, camión, metro, sobre patines o bicicletas.

ANTONIO CALERA-GROBET
Lo que une son las ideas, el diálogo, la articulación de preguntas en un programa ciertamente diverso.

ANTONIO CALERA-GROBET
En sus foros sin paredes, la cosa se hace así, abiertamente, y de manera líquida se desparrama su oferta.

Lo que une son las ideas, el diálogo, la articulación de preguntas en un programa ciertamente diverso. Cualquiera que haya andado por la Plaza de la Constitución en este paréntesis de paz, sabrá que ahí esta se copa de familias completas, de las viejas y nuevas, como se entiendan, con abuelos, padres, niños y hasta perros. Ahí llegan justo y a tiempo, con cierta ansiedad y júbilo, los infectados de curiosidad. Por todos los medios: por avión, camión, metro, sobre patines o bicicletas. Caminando el Centro Histórico, dejándose llevar.

Y es que en sus foros sin paredes, la cosa se hace así, abiertamente, y de manera líquida se desparrama su oferta, armada tanto por editoriales, llamémoslas corporativas, que por las de cuño alternativo o independiente. Esta propuesta plural, equitativa, neutra, otorga realidad a los fines que a cada una de ellas convenga. Si siempre argumentan la falta de lectores (que no se halla fácilmente a un lector modelo, que no están siempre dadas las circunstancias para engarzarlo y hacer su tarea), este entramado las contradice. O las invita, dadas sus bonanzas, a activarla, expandirla, reforzarla. Las obliga a entregarse. En esta feria sí que hay terreno para el cultivo. Se levanta como un parián de letras inigualable y vertebra, con el ejercicio de muchas confluencias una verdadera zona temporalmente autónoma para ponerlo en palabras del poeta y filósofo Hakim Bey.

Es puro paisaje idílico. No se venderán flores, herramientas o alimentos, pero quizá se trate de otra gama de estos: se desempaquetan entonces los pensamientos tejidos entre las multitudes. Inquietudes, dudas, cavilaciones. Ese es el bullicio de la plaza durante su fiesta de letras. Y es que para el observador atento, no se lee al Zócalo en estos días con los ojos sino en voz alta, tridimensionalmente, porque se convierte en un hervidero de sentido. ¿Cuál? El de preguntarnos por dónde vamos, corregir las planas de erratas, reconfigurar la silueta de lo que somos como ciudadanos en este país herido, convulso, renaciente.

Los lectores, reales o en potencia, de muchas calidades, gente por supuesto que no entenderá al principio cómo verla, entenderla, participar de ella, al menos se acerca. Se congrega. Se atreve a participar. No se le discrimina, no se le segrega. Hermosa en verdad la poesía que se canta en esta feria. Ahí, reunida bajo el cielo abierto en el centro capitalino, los ciudadanos tampoco se sienten en peligro. No tienen ni pena ni miedo, no sienten temor de que los vayan a robar. ¿Los paseantes aquí tendrán temor de que los vayan a golpear, los vayan a levantar, vejar, enterrar en una fosa? No lo creo. No en este tiempo. En este cerco.

Se sienten guarecidos en esa mezcla de pueblo, de muchos Méxicos, junto a los otros. Otros, en verdad, muy diversos. Y por eso los deambuladores curiosos se sienten ligeros, se dejan llevar libremente por su roll. Diez días con sus mañanas, tardes y noches llenas de actividades, que aportan una alta magia dominical en nuestra plaza central, glosando el mural de Diego Rivera en la Alameda. Plaza para el solaz. Una plataforma, una interfaz de Paz.

Así este meollo de letras romantizado. Todo pesa igual. Es cosa democrática. Los vendedores de tacos, globos, dulces, los pedigüeños, y hasta los seres más insolubles, se pegan. Los que muy de vez en cuando pisan por ahí o los que llevan toda su vida amando las calles del Centro Histórico. Todos se agregan. Los vendedores de libros, los presentadores, los comunicadores, los invitados nacionales o extranjeros, de peso medio o completo, los organizadores de todo el gran tablero, cada quien a su ritmo, cumplen con su papel de ser una parte importante de ese encuentro.

ANTONIO CALERA-GROBET

Mantenidas así las cosas, si no llueve, bajo el sol duro de los octubres, los que ahí la pasemos tendremos en estos días de tregua a la cotidianeidad, día franco para detener el trote de la vida de prisa. Al menos un tanto. Aspiraremos a sentirnos, si nos permitimos el uso de esa palabra al menos momentáneamente, en libertad, sumergidos en ese caldero de libros clásico y novísimos, de sendas literaturas nacionales y hasta de subliteraturas de lo más periféricas pero, eso sí, para todos los gustos. Porque ahí encontraremos todo tipo de libros: libros mandados a comprar, libros pedidos en la escuela, libros de oídas, coyunturales, libros de pacotilla. En fin, libros libres de atrapar por todos los gustos y poderes adquisitivos. Para leer por salud mental, por obligación, por placer o como mera tarea escolar, actualización laboral. Si alguien desea en verdad dar con un libro, seguro que ahí estará.

Para cualquiera que tenga aún dos dedos de sensibilidad, que no se haya endurecido en tan duro trabajo como lo es del de hacer libros y propinarles lectores, los que no hayan perdido el gusto de transformar su ser por medio de la duda y el conocimiento, será siempre hermoso dejarse ir por esa escultura social.

Lejos de las redes sociales, de los encabezados de prensa, de las cuitas o tribulaciones del vivir a galope en este mundo.

A la feria del Zócalo tenemos que verla así. Como uno de las pocas guarecencias a las que tenemos derecho, hoy por hoy, luego de luchar por nuestro trabajo, luego del spleen cotidiano. La crisis, como le dicen, perpetua y letal. Y es que esta feria es, más que una babel de libros y barreras idiomáticas, de lenguajes especializados o comprensiones de mundo tan distintas, un juego colectivo de acercamientos, extensiones, reciprocidades, perpetradas por iguales en un maravilloso juego colectivo: un jardín de las delicias, tan profuso, sensual y detonante como cada uno quiera o se deje querer.

Por Antonio Calera-Grobet

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