La esclavitud está prohibida en todos los países del mundo. Todos la aborrecen. Y, sin embargo, hoy hay más esclavos que cuando la esclavitud era legal.
¿Por qué? Porque hoy, los millones de hombres, mujeres y niños explotados, abusados y privados de derechos humanos básicos y de la propia dignidad no son más que esclavos sin cadenas. Son las víctimas silenciosas de una economía tóxica impulsada por la sed global de bienes y servicios baratos.
Actualmente, más de 40 millones de personas viven esclavizadas. De ellas, 70 % son víctimas del trabajo forzado, trabajan en fábricas donde no les pagan, arriesgan sus vidas en barcos pesqueros o son niños que mueren en minas dilapidadas y ocultas tan profundo en las cadenas de suministro de las empresas multinacionales que es casi imposible rastrearlas. Sin embargo, allí están: trabajan en condiciones de servidumbre por deudas o sin un sueldo, todo en un intento desesperado de pagar a sus amos por el privilegio de darles trabajo.
Ellos son los olvidados de hoy, a quienes nadie ve, oye ni protege. Desprovistos de su humanidad, se han convertido en bienes de cambio, encerrados en un ciclo de explotación y privación alimentado por la demanda de ropa barata, teléfonos accesibles y alimentos producidos en masa.
Es difícil negar la responsabilidad moral que las empresas tienen de ponerse al frente de este vergonzoso crimen internacional. Pero, en caso de que el argumento moral no les baste, los miembros de los directorios, accionistas e inversionistas harían bien en saber que combatir la esclavitud también ofrece beneficios económicos importantes.
La esclavitud es un crimen multifacético. Florece en los ambientes de corrupción e impunidad, en las zonas de pobreza y vulnerabilidad, en los lugares donde las niñas no van a la escuela y en donde los niños no tienen futuro y corren el riesgo de caer en manos de grupos radicalizados. Al combatir la esclavitud, también se combate todo eso.