Réquiem para una diplomacia agonizante

 

Adhemar Bahadian*

Con relación (al presidente Ernesto) Geisel, me limitaré a decir que examino su gestión como la más creativa e innovadora del periodo militar. Sólo estuve con él personalmente una vez, cuando acompañé a un alto dignatario del mundo árabe a una entrevista con el entonces presidente escogido por el alto mando militar. Faltaba todavía la aprobación protocolar del Congreso.

 

La razón por la cual fui designado correspondió al propio Geisel, quien pidió a Itamaraty (Ministerio de Relaciones Exteriores) un diplomático que pudiese servirle de intérprete. Como trabajaba en la oficina de representación en Río de Janeiro, fui señalado para acompañar al dignatario.

 

No hace falta recordar que en aquellos días la cuestión del petróleo y de la OPEP (Organización de los Países Productores de Petróleo) estaba en la cumbre de las preocupaciones brasileñas y presionaba políticamente al gobierno.

 

Geisel no nos hizo esperar. El dignatario árabe, inmaculadamente vestido en su traje nacional, me trataba con cortesía y -cosa de un buen diplomático- se disculpaba por no hablar portugués. Geisel me pareció mucho más alto que en las fotografías y su estrabismo era casi imperceptible. No hubo ninguna conversación de introducción. El invitado se quejaba amargamente de la forma en la que su gobierno estaba siendo tratado por algunas altas autoridades brasileñas. Geisel escuchó siempre sin interrumpir y sin ordenarme traducir el inglés elegante del visitante.

 

Al tomar la palabra en respuesta, Geisel volteó hacia mí y de forma gentil, pero determinada, me pidió traducir tan literalmente como fuese posible lo que hablaría. Asistí allí, en aquel atardecer carioca, a una bella lección de patriotismo suministrada por un estadista. No puedo ir más allá de eso por respeto a los interlocutores que en mí confiaron, pero agrego tan solo que Geisel habló allí lo que hizo desde los primeros días de su gobierno.

 

El embajador Antonio Azeredo da Silveira perdía algunos lugares ante otros nombres en la bolsa de apuestas sobre el futuro canciller de Geisel. La tendencia cambió rápidamente cuando se supo que la entrevista con él duró varias horas, mientras que los demás candidatos no pasaron de cuarenta y cinco minutos.

 

Hoy se sabe que la conversación Geisel-Silveira fue la delineación de la diplomacia brasileña finalmente libre de las polaridades de la Guerra fría y mirando hacia la ocupación de los espacios geopolíticos que nuestras aspiraciones nacionales exigían.

 

Al contrario de la política exterior de Castelo (Presidente Castelo Branco), que se fijó en el alineamiento automático con Estados Unidos, rápidamente transformado en el fardo de vernos coparticipes de una fuerza intervencionista en Santo Domingo y de casi mandar tropas a Vietnam, la política exterior de Geisel Silveira fue uno de los periodos más fructíferos de Itamaraty.

 

Silveira no tenía nada de flemático. Era un dínamo servido de una inteligencia excepcional y dotado de una extraña capacidad de conocer el carácter de los interlocutores con rapidez. Tal vez, si me fuese permitido un escape literario, diría que Silveira era un personaje de las tragedias de Shakespeare. O de Nelson Rodrigues. Hombre cuya vida fue marcada por dolorosas travesías, de las cuales Silveira resurgió siempre determinado y vencedor.

 

El periodo de Silveira en Itamaraty coincidió con el de tres presidentes de Estados Unidos de América: Nixon, Ford y Carter. Silveira tuvo como contraparte americano a Henry Kissinger y nunca se mostró temeroso o deferente ante el Metternich del siglo 20.

 

Estados Unidos, durante el periodo, dificultó en lo que pudo nuestros proyectos de desarrollo. Presionó a Alemania y acabó con nuestro acuerdo nuclear con aquel país. Retardó y casi hizo zozobrar nuestra política de apoyo a la independencia de Angola y Mozambique. Inviabilizó la modernización de nuestras Fuerzas Armadas.

 

En el mismo lapso, reordenamos nuestra política con Argentina y llegamos al arreglo del litigio sobre (la hidroeléctrica) de Itaipu, cuya acta final fue firmada por Guerreiro, ya en el gobierno de Figueiredo.

 

Al contrario de hoy, en que no se sabe a qué rumbos nos lleva el gobierno, en la gestión de Geisel teníamos un plan de desarrollo que, dentro de otras metas, articulaba la política exterior e interna de forma armónica. No había diplomático en Itamaraty que no supiese porqué defendía determinadas posiciones y combatía otras. Y nos causaba placer repudiar antiguas insinuaciones de que Itamaraty haría lo que el Departamento de Estado impusiese. Teníamos un león sagaz y no solo dóciles cisnes en nuestros jardines.

 

La integración entre las Fuerzas Armadas e Itamaraty era respetuosa y la mayoría de las veces armoniosa. Los militares comprendían la importancia de una geopolítica que nos privilegiaba en territorio, población y recursos naturales. El Estado era el inductor de un desarrollo económico en el que una empresa privada o la empresa pública no se desconocían. Brasil creció para adentro y para afuera y se convirtió en la quinta economía del mundo.

 

Nuestra diplomacia era ecuménica y no privilegiaba ideologías. Nuestro prestigio en Naciones Unidas se consolidó, nuestra capacidad de construir consensos fue reconocida. Obviamente, Estados Unidos de América era un interlocutor singular, pero nunca pensamos hacer de él un socio privilegiado. A medida que nuestra economía crecía, nuestros intereses económicos internacionales no siempre coincidían. Aprendimos a convivir con nuestras diferencias y reconocíamos nuestras mutuas convergencias sin hacer de ellas vínculos de subordinación.

 

Al fin del gobierno, inmensamente perjudicado por el aumento de las tasas de interés internacionales, Brasil tenía otra dimensión en el mundo. Esta política, en transcurrir de los años, se consolido en los gobiernos posteriores. Aquí y allí tuvimos dudas y retrocesos, pero nunca más se habló de alineamiento automático con Estados Unidos, y así estábamos hasta el primero de enero de 2019, cuando una súbita e inesperada inflexión de nuestra política exterior, literalmente chocó al mundo. Desde entonces, nuestra diplomacia le sacudió la naftalina a los viejos fantasmas. Se volvió a hablar en el lenguaje de la Guerra fría, en la salvación de Occidente, y nos inclinamos respetuosamente ante el nuevo becerro de oro. ¿Hasta cuándo? ¿A dónde fue a parar nuestro orgullo del país que nos sirve de cuna y de tumba?

*Ex embajador de Brasil en Italia. Artículo aparecido originalmente en el sitio Jornal do Brasil.

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