Urge una auténtica autoridad mundial para enfrentar la pandemia del Covid-19

 

La violenta irrupción planetaria del coronavirus Sars-Cov-2 y la consecuente emergencia sanitaria sin precedentes, arrojan luz  para escudriñar la entrañas de una globalización que erosionó todo principio de una auténtica autoridad mundial.

Hay que observar  por ejemplo la pasividad  de la Unión Europea al inició de la eclosión del virus o la ausencia de las fuerzas de la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN) actuando ante esta catástrofe  de salud pública en los países miembros más afligidos –España e Italia- o la actitud del presidente Donald Trump  al suspender todos los vuelos entre los EUA y Europa continental, sin ninguna coordinación previa con sus aliados europeos. Todos y cada uno de los  países de facto se cerraron, con excepción de las alertas de la Organización Mundial de la Salud (OMS).

No solamente la carencia de una verdadera solidaridad internacional quedó claramente manifiesta, con excepción de Rusia y China, quienes respondieron a la petición de ayuda del gobierno italiano, sino que el Covid-19 expuso también la fragilidad del sistema financiero mundial; o sea, la pandemia interceptó una burbuja especulativa, que aunque oriunda  de la crisis de 2008, disparó los creativos mecanismos de inyección de liquidez de la llamada “facilitación cuantitativa” de los bancos  centrales, lo cual infló la burbuja a niveles estratosféricos.

La explosión del coronavirus se agrava más debido a la caída de las actividades en la economía real, con una exponencial de desempleo global nunca visto, ante lo cual la crisis de 1929 parecería un juego de niños.

Un ejemplo análogo fue la Peste Negra de mediados del siglo XIV, cuando la infección transmitida por las pulgas de las ratas procedentes de India arrasó a la mitad de la población europea; primero por la pandemia y después por los efectos económicos. La Peste Negra marcó en definitiva el final de una era y la humanidad, afectada así, generó las ideas y los proyectos necesarios para un Renacimiento económico, cultural y espiritual. Entonces, presenciamos  el nacimiento de varios Estados soberanos en la Europa del “Quatrocento”  alcanzando su mayor brillo con el Descubrimiento de América.

De igual manera, el mundo no será el mismo después de superarse la crisis del Covid19. La “globalización financiera” retoñada en realidad a partir de la quiebra  en 1971 de los acuerdos de Bretton Woods, es solamente una fase más evolucionada de una serie de burbujas especulativas flotantes distanciadas de la economía física. Las consecuencias del coronavirus en la economía real pusieron de manifiesto una gran brecha entre la economía física y las finanzas. El colapso del PIB (Producto Bruto Interno) global tiende a detonar una crisis definitiva de la “globalización financiera”, marcando el final de una era histórica originada a finales del siglo XVII, cuando germinó el sistema colonial anglo-holandés y su par, el Banco de Inglaterra, paradigma de los bancos centrales privados y semi privados que controlan el actual sistema financiero internacional.

Este orden mundial, hoy en el precipicio, fue cimentado  en una concepción filosófica y religiosa asociada al calvinismo y sus principios de predestinación, excepcionalismo y superioridad anglo-sajón. Un orden que exigía una potencia hegemónica como fuente de toda autoridad, a despecho de instituciones multilaterales con una libertad limitada.

 

Una familia de naciones

La  “telecumbre” del G-20 el pasado 26 de marzo  es una clara indicación de la necesidad de compartir esfuerzos en el combate del coronavirus en el ámbito global, siendo este un foro adecuado del cual puede brotar una nueva autoridad legítima con el propósito de emprender las vitales reformas de las instituciones internacionales. Este impulso debe dar un basta tanto a las guerras geopolíticas de recursos iniciadas al calor del nuevo orden mundial proclamado en década de los 1990s, como a las practicas unilaterales de sanciones económicas características del dominio de la hegemonía norteamericana sustentado en un excepcionalismo caduco. Asimismo se requiere una tregua de iodos los conflictos regionales como fue propuesto por el Secretario General de las Naciones Unidas.

De hecho, esa ha sido una exigencia desde finales de la década de 1960, cuando el trayecto de la recuperación mundial de pos-guerra empezó a declinar. En aquel momento, la prosperidad alcanzada permitía pensar en un orden mundial más justo. Esta fue la convicción del Papa Paulo VI, manifestada en 1967, en la encíclica Populorum Progressio, en cuya conclusión intitulada “El Desarrollo es el nuevo nombre de la paz”, expresaba la necesidad de una “autoridad mundial eficaz”.

“78. Esta colaboración internacional  requiere unas instituciones que la preparen, la coordinen y la rijan hasta construir un orden jurídico universalmente reconocido. De todo corazón, Nos alentamos las organizaciones que han puesto mano en esta colaboración para el desarrollo y deseamos que crezca su autoridad. «Vuestra vocación —dijimos a los representantes de la Naciones Unidas en Nueva York— es la de hacer fraternizar no solamente a algunos pueblos, sino a todos los pueblos (…). ¿Quién no ve la necesidad de llegar así progresivamente a instaurar una autoridad mundial que pueda actuar eficazmente en el terreno jurídico y en el de la política?”

Este llamado fue reiterado por el papa Benedicto XVI en su encíclica Caritas in Veritate de 2009:

“13. Además de su íntima unión con toda la doctrina social de la Iglesia, la Populorum progressio enlaza estrechamente con el conjunto de todo el magisterio de Pablo VI y, en particular, con su magisterio social. Sus enseñanzas sociales fueron de gran relevancia: reafirmó la importancia imprescindible del Evangelio para la construcción de la sociedad según libertad y justicia, en la perspectiva ideal e histórica de una civilización animada por el amor. Pablo VI entendió claramente que la cuestión social se había hecho mundial [25] y captó la relación recíproca entre el impulso hacia la unificación de la humanidad y el ideal cristiano de una única familia de los pueblos, solidaria en la común hermandad. Indicó en el desarrollo, humana y cristianamente entendido, el corazón del mensaje social cristiano y propuso la caridad cristiana como principal fuerza al servicio del desarrollo. Movido por el deseo de hacer plenamente visible al hombre contemporáneo el amor de Cristo, Pablo VI afrontó con firmeza cuestiones éticas importantes, sin ceder a las debilidades culturales de su tiempo”.

Y en otro pasaje se condensa:

“67. Ante el imparable aumento de la interdependencia mundial, y también en presencia de una recesión de alcance global, se siente mucho la urgencia de la reforma tanto de la Organización de las Naciones Unidas como de la arquitectura económica y financiera internacional, para que se dé una concreción real al concepto de familia de naciones. Y se siente la urgencia de encontrar formas innovadoras para poner en práctica el principio de la responsabilidad de proteger[146] y dar también una voz eficaz en las decisiones comunes a las naciones más pobres. Esto aparece necesario precisamente con vistas a un ordenamiento político, jurídico y económico que incremente y oriente la colaboración internacional hacia el desarrollo solidario de todos los pueblos. Para gobernar la economía mundial, para sanear las economías afectadas por la crisis, para prevenir su empeoramiento y mayores desequilibrios consiguientes, para lograr un oportuno desarme integral, la seguridad alimenticia y la paz, para garantizar la salvaguardia del ambiente y regular los flujos migratorios, urge la presencia de una verdadera Autoridad política mundial, como fue ya esbozada por mi Predecesor, el Beato Juan XXIII. Esta Autoridad deberá estar regulada por el derecho, atenerse de manera concreta a los principios de subsidiaridad y de solidaridad, estar ordenada a la realización del bien común[147], comprometerse en la realización de un auténtico desarrollo humano integral inspirado en los valores de la caridad en la verdad. Dicha Autoridad, además, deberá estar reconocida por todos, gozar de poder efectivo para garantizar a cada uno la seguridad, el cumplimiento de la justicia y el respeto de los derechos[148]. Obviamente, debe tener la facultad de hacer respetar sus propias decisiones a las diversas partes, así como las medidas de coordinación adoptadas en los diferentes foros internacionales. En efecto, cuando esto falta, el derecho internacional, no obstante los grandes progresos alcanzados en los diversos campos, correría el riesgo de estar condicionado por los equilibrios de poder entre los más fuertes. El desarrollo integral de los pueblos y la colaboración internacional exigen el establecimiento de un grado superior de ordenamiento internacional de tipo subsidiario para el gobierno de la globalización[149], que se lleve a cabo finalmente un orden social conforme al orden moral, así como esa relación entre esfera moral y social, entre política y mundo económico y civil, ya previsto en el Estatuto de las Naciones Unidas”.

Evidentemente esta autoridad política mundial difiere sustancialmente de la  pregonada por el poder oligarca para someter a las naciones a un gobierno mundial que otorgaría el control de los recursos naturales del planeta a las mismas fuerzas coloniales dominantes en la historia de los últimos 300 años. Lo que realmente implica es la sustitución de ese sistema colonial y sus variantes contemporáneas por un sistema cooperativo de naciones soberanas; una familia de naciones. Esta transformación implicaría, en verdad, un cambio de época histórica, sin tener que pasar por una era de tinieblas como la que padeció la humanidad después de la Peste Negra

Esperemos que el sufrimiento de una crisis del tamaño que enfrentamos en la actualidad, despierte los sentimientos profundos de amor y solidaridad al prójimo entre los líderes de las diversas naciones, de los más diversos credos religiosos, para poder realizar estos ideales que abran una era de paz y prosperidad.

*MSIa Informa

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