Mouris Salloum George*
Culiacán, Tijuana, Ciudad Juárez, Laredo… ad perpetuam.
Aguililla, Jojutla, Iguala, Tlatlaya, Ayotzinapa, San Fernando, Cuauhtémoc, Acteal, Aguas Blancas, Casco de Santo Tomás, Plaza de las Tres Culturas.
No hay sendero en el que no encontremos memoriales luctuosos.
Desde la época de la guerra sucia, el clamor está en las calles, en libros, en voces de la Sociología: Nunca debió haber pasado; nunca más.
Sinaloa, desde la Operación Cóndor, Chihuahua, Veracruz, estado de México, aparecen menos en las guías turísticas y más en las crónicas de sangre.
En estricto rigor, la estadística oficial corresponde a verdades históricas, devenidas mentiras. Los otros datos apenas se procesan, pero ya se cuentan por miles los hallazgos en fosas y cementerios clandestinos. Las morgues de los servicios médicos forenses están repletas.
Hace unos días, la Medalla Belisario Domínguez, otorgada a doña Rosario Ibarra de Piedra quedó, en lejanía de la galardonada, en manos del Presidente.
No fue mera ocasión: La continuidad de las masacres está en la orden del día y cientos de criminales siguen en las calles repitiendo sus hazañas, que ahora merecen teleseries televisivas financiadas con dinero de los contribuyentes.
¿Quién pone la mirada en las causas originales de la barbarie? Las de orden socioeconómico. Pocos. Muchos son los que reclaman cabezas de responsables de la Operación Tres Ríos, Culiacán, porque, “en un rapto de debilidad”, renunciaron a perpetrar una nueva matanza.
A finales del sexenio de Calderón, algunos de esos muchos circularon un papel para comprometer a los periodistas y editores de medios de comunicación a la autocensura de temas relacionados con la violencia criminal.
Ahora gimotean porque el gobierno no da información oportuna y veraz sobre lo que ocurrió en Culiacán. ¿Quién los entiende?
*Director General del Club de Periodistas de México, A.C.