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Una parte considerable de los errores cometidos por el gobierno del presidente Jair Bolsonaro durante sus proverbiales 100 primeros días de gobierno, se debe a una lectura equivocada de los motivos de su victoria electoral en 2018. Primero, que a Brasil le urgía aplicar una agenda económica ultra-liberal, idéntica a la propuesta por el secretario de Economía Paulo Guedes. Segundo, que el rechazo de la agenda de identidad de género por gran parte de la población implicaría una adopción acrítica y al por mayor de todas las demandas de los grupos neopentecostales que apoyaron vigorosamente al candidato del PSL.
Nada más equivocado. Jair Bolsonaro fue electo por la convergencia de varios procesos, primordialmente, por la suma del rechazo al Partido dos Trabajadores (PT), cuyo líder máximo el ex presidente Lula da Silva se encuentra encarcelado acusado de corrupción, además de otros escándalos de corrupción que han desgastado a la clase política en general. A esto se agrega la creciente impunidad e inseguridad pública, los efectos de cuatro años de contracción económica y, sí, el cansancio de los excesos de la torcida agenda “políticamente correcta”, una herencia de los gobiernos petistas. La población se manifestó por el anhelo del regreso de los valores patrios, cívicos y espirituales, razón por la cual el candidato Bolsonaro fue identificado con las Fuerzas Armadas hasta hoy día la institución con mayor índice de credibilidad del país.
No obstante, nada de esto significaba un cheque en blanco para que el nuevo mandatario y algunos de sus ministros gobernaran a su antojo y con poca interlocución con la sociedad y sus representantes, excepto con los acelerados y ruidosos grupos sectarios que lo apoyan incondicionalmente. Y, mucho menos, para que cuestionables dogmas ideológicos se impongan en las directrices de sectores estratégicos, como la política exterior y la educación, pasando por encima de los intereses permanentes del Estado y de la sociedad, conquistas consolidadas a lo largo de décadas por los esfuerzos púbicos y privados.
Por un lado, el programa ultraliberal del secretario de Economía, Paulo Guedes & cia, no solamente no tiene efecto práctico contra la recesión sino que abre el camino para revivir el gastado discurso de la “lucha de clases”. Del otro, todavía más preocupante es el abandono de la política exterior independiente de Brasil hacia Washington y Tel Aviv, sometiéndola a una colección de sofismas maniqueos.
Por el momento el gobierno no ha manifestado un entendimiento certero de la coyuntura internacional; con una visión parcial la proyección regional e institucional del país se ofusca frente a los cambios rápidos globales.
El país está ávido de una alternativa realista para enfrentar la grave crisis socioeconómica, la cual entra al quinto año y cuyo combate exigirá mucho más de las míticas inversiones extranjeras a la espera de la aprobación de la reforma del sistema de seguridad social, el caballito de batalla que resolverá la economía del país.
No es posible salir de una recesión sin vigorosas inversiones públicas en actividades multiplicadoras de valor, principalmente, infraestructura física. La inversión privada está a la espera de inversiones públicas, lo que en conjunto si vislumbraría una recuperación. Porque no mirar lo que hizo el presidente Franklin Roosevelt al asumir el gobierno de los EU en 1933, en medio de la Gran Depresión cuando uno de cada tres adultos norteamericanos estaba desempleado.
Roosevelt no concilio con los banqueros y rentistas (a quienes llamaba genéricamente “banksters”) responsables de la crisis de 1929; hoy, de nuevo, la usura es el motor de una creciente y escandalosa desigualdad económica y social afectando a todo el planeta, llevando otra vez al sistema financiero internacional a la frontera del colapso.
Brasil tiene casi 30 millones de desempleados y subempleados descorazonados, pero también casi un 40% de capacidad ociosa en la industria, lo cual ofrece un gran margen de maniobra para la inversión pública sin subproductos inflacionarios.
El mayor obstáculo está en la trayectoria pro-rentista de la política económica, casi exclusivamente volcada hacia el servicio de la deuda pública, un cáncer que ha obstaculizado el pleno despegue de la economía desde el inicio de la década de los noventa. Mientras esta sea la prioridad de acción del gobierno, la prometida recuperación no pasará de ser una ilusión.
Por eso, es urgente un reinicio del gobierno, con una ruta que considere esa realidad donde la población participe de un proyecto nacional, una guía y un propósito común. Caso contrario, los mensajes presidenciales en el Twitter y los cinturones de seguridad abrochados no serán suficientes para enfrentar las violentas turbulencias en el horizonte.