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En las últimas semanas ha sido cristalino el embate característico de la era que vive el mundo. Por un lado, el poder de Washington con el respaldo de un grupo de aliados cada vez más renuentes de la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN), empeñados en la tarea imposible de conservar una hegemonía a todas luces tambaleante, fincada en la confrontación, en el papel internacional del dólar y del uso de la fuerza militar como instrumento preferente de la política exterior.
Del otro, la alianza estratégica de China y de Rusia, a partir de la integración física y económica euroasiática, empeñada en la construcción y en la consolidación de un orden mundial multipolar y constructivo, con sus cimientos en la cooperación para el progreso compartido, en respeto de las soberanías y de los intereses de los estados nacionales y en la prevalencia de la diplomacia sobre la el militarismo.
Un elemento crucial de la geopolítica de los neoconservadores a los que el presidente Donald Trump encomendó su política exterior, es extender el incendio que azota al Medio Oriente, en gran medida provocado por ellos, lo que explica la escalada de provocaciones contra Irán, parte crucial de la red de integración euroasiática.
Además de las sanciones impuestas a Teherán y a los países que insistan en mantener transacciones comerciales y empresariales con los iraníes, Washington está que se muere para encontrar un pretexto que justifique una demostración de fuerza militar contra el país persa, a ejemplo de lo que se ha hecho en repetidas ocasiones en Siria.
Una serie de misteriosos ataques a buques petroleros parece ser una parte del itinerario. Cuatro petroleros de banderas noruega, saudita y de los Emiratos Árabes Unidos fueron el blanco de explosiones provocadas por dispositivos no identificados a lo largo del puerto de Fujahirá, en los emiratos, el pasado 12 de mayo. Las investigaciones subsecuentes no señalan responsables, pero los tres países presentaron una queja ante Naciones Unidas en la que afirman que los ataques fueron “sofisticados y coordinados” y, probablemente, perpetrados por un “actor estatal”. Las autoridades estadounidenses, como el secretario de Estado y el archí belicista consejero de Seguridad Nacional, John Bolton, no dudaron en señalar con el dedo a Irán.
El 5 de junio, un gran incendio se desató en el puerto iraní de Shahid Rajaee, la mayor plataforma de trasbordo de contenedores del país, y provocó grandes daños y la muerte de un funcionario de equipos de seguridad.
Al día siguiente, seis navíos pequeños de carga iraníes se incendiaron en dos puertos de la provincia de Beshehr, cuatro de los cuales quedaron totalmente destruidos.
El 13 de junio le correspondió a un petrolero noruego y a otro japonés, provenientes los dos de los Emiratos, ser el blanco de los ataques en el golfo de Omán, y sufrir daños que obligaron a sus tripulaciones a abandonarlos (los incendios de ambos fueron apagados y los dos fueron remolcados posteriormente). En esta ocasión, Estados Unidos acusaron formalmente a Irán de haberlos atacado con minas magnéticas, aunque los daños en los cascos de los navíos hayan sido por encima de la línea de flotación y de que el presidente de la empresa japonesa, Kokuka Sangyo, haya dicho que su navío fue atacado por “objetos voladores” (probablemente drones), y no por minas o torpedos. De forma intrigante, los ataques ocurrieron durante la visita de Estado del Primer ministro del Japón, Shinzo Abe, a Teherán, la primera de un jefe de gobierno japonés en más de 40 años, y luego de que Mike Pompeo había afirmado la disposición del gobierno estadounidense de dialogar con los iraníes.
No obstante que Irán haya tenido motivos y medios para efectuar tales ataques, es extremadamente improbable que Teherán haya actuado de manera tan burda, en especial, atacando un navío japonés durante la visita de Abe. Y, debido a los vínculos peculiares entre gobierno e iniciativa privada del Japón, el hecho de que el presidente de la empresa japonesa haya desmentido las afirmaciones estadounidenses es un sutil indicio de que el gobierno japonés tampoco las endosó.
Una semana después, el 20 de junio, un incidente más grave en potencia fue el derribo de un dron de la Marina estadounidense por Irán, quien afirma que la aeronave estadounidense violó su espacio aéreo: Washington afirma que la misma se encontraba en aguas internacionales. Trump amenazó de inmediato con una respuesta militar, cuyas consecuencias serían imprevisibles. En Moscú, el presidente Vladimir Putin afirmó que un acto militar “sería una catástrofe para la región, por lo menos.”
Súmese ahora a esto el que el 27 de junio Irán superará el límite de 300 kilogramos de uranio enriquecido establecido en el acuerdo atómico de 2015, lo que podría desatar nuevas acusaciones de Washington. No obstante, la “violación” no es culpa de los iraníes, sino de las sanciones estadounidenses que impiden la exportación del material fisil iraní a terceros países. Es decir, Irán no puede exportar su uranio, pero se le podrá acusar de violar los términos del acuerdo.